Desbloquea Editor’s Digest gratis
Roula Khalaf, editora jefe del FT, selecciona sus historias favoritas en este boletín semanal.
El autor es abogado internacional y fundador de España Mejor, una organización no partidista cuyo objetivo es combatir la desconexión política y la polarización.
Pedro Sánchez, presidente del Gobierno socialista de España, sorprendió a la nación el pasado miércoles al afirmar que se planteaba dimitir por presiones públicas sobre su esposa, Begoña Gómez, quien está siendo investigada ante una acción judicial previa por tráfico de influencias, a iniciativa de un grupo. cuyo fundador está vinculado a la extrema derecha.
Es comprensible que Sánchez esté angustiado por la presión ejercida sobre su esposa. Pero en España no existe un sistema eficaz para gestionar los conflictos de intereses de las familias y cónyuges de los políticos. Por lo tanto, es inevitable que esta cuestión se resuelva finalmente en la arena política y en los tribunales, en lugar de mediante un proceso más discreto, como debería ser.
Las familias y cónyuges de los políticos españoles han desempeñado tradicionalmente un papel directo limitado en la vida política del país. En el Reino Unido, las esposas (y los maridos, algo menos) de los políticos están sujetos a una constante vigilancia –y acoso– por parte de los carnívoros medios británicos y sólo sobreviven si tienen la piel de un rinoceronte. Pero en España, los ataques políticos y mediáticos contra la esposa de Sánchez son una novedad.
Los cargos contra ella hasta el momento no son convincentes y un fiscal ha presentado una moción para que se desestime el caso. Sin embargo, no hay duda de que hay apariencia de irregularidad: Gómez supuestamente escribió cartas de apoyo a empresas en licitaciones de fondos públicos y Sánchez no se abstuvo de las decisiones en cuestión.
Si Gómez hubiera sido esposa de un primer ministro británico, los cargos habrían sido resueltos fácilmente por la Oficina de Probidad y Ética, de acuerdo con el código de ética ministerial del Reino Unido. Como ocurrió con Cherie Blair, o incluso conmigo mismo cuando mi marido era Viceprimer Ministro en el gobierno de coalición, la Oficina de Integridad habría garantizado que existiera un sistema preventivo para impugnar al Primer Ministro cualquier decisión que pudiera estar directa o indirectamente relacionada con el trabajo de su esposa. En respuesta a las acusaciones contra Gómez, habría emitido una declaración clara garantizando que no había ocurrido ningún conflicto.
En España no existe tal sistema. No contamos con una Oficina de Ética y Conducta Empresarial creíble y eficaz. Por otro lado, tenemos una Oficina de Conflictos obsoleta, cuya falta de independencia y autonomía es criticada año tras año por la UE y el Consejo de Europa. Llama la atención que la Oficina de Controversias sólo considera conflicto cuando existe una relación comercial directa entre familiares y empresas, sin cubrir el riesgo de ganancia indirecta.
Los conflictos de intereses no son el único ámbito ético en el que la política española va por detrás de países como el Reino Unido. En España ni siquiera tenemos un código ético ministerial. Nuestros ministros no tienen ninguna obligación de no mentir conscientemente al Parlamento. No tenemos ningún sistema para comprobar que los ministros no inunden la administración con asesores políticos.
No tenemos reglas que limiten el uso de residencias ministeriales o aviones oficiales. No tenemos legislación sobre lobbies. No tenemos reglas que exijan que los funcionarios públicos estén presentes en las reuniones ministeriales donde se discuten asuntos gubernamentales. Y, por supuesto, no tenemos un asesor de ética independiente, como en el sistema británico.
La falta de normas éticas integrales es un problema recurrente en la política española. Pero los políticos no han hecho ningún intento de hacer nada al respecto.
Sánchez llegó al poder en 2018 después de que el gobierno conservador de Mariano Rajoy no lograra sobrevivir a una moción de censura vinculada a un asunto de corrupción que involucraba a algunos ejecutivos de su partido. En ese momento, España finalmente parecía tener un gobierno moderno comprometido a establecer un marco claro de reglas para la integridad. Pero después de casi seis años en el poder, el historial de Sánchez en este ámbito es inexistente.
Como muestra el caso Gómez, la existencia de un marco de normas éticas no sólo es beneficiosa para la sociedad, sino que también protege a los políticos y sus familias. Sánchez acusa a la oposición y a la extrema derecha de ser responsables de la presión pública ejercida sobre su esposa. Pero también debería culparse por no haber puesto en marcha un sistema que podría haberla protegido.
El lunes sabremos si Sánchez dimitirá o no. Cualquiera que sea su decisión, su cri de coeur recuerda a la sociedad española que los políticos y sus familias son seres humanos y pueden quebrarse bajo presión. También debería recordarle al propio Sánchez y a todos los políticos españoles que España necesita urgentemente un nuevo enfoque de la ética en la vida pública y un código ético ministerial.
«Social mediaholic. Estudiante. Incapaz de escribir con los guantes de boxeo puestos. Especialista en alcohol sin disculpas».